Fui a
Desde hace unos cinco años o más, ya no recuerdo,
La ciudad como la ve alguien que la camina
Fui a
Desde hace unos cinco años o más, ya no recuerdo,
Si Jaime Garzón viviera hoy el DAS lo tendría chuzado, el presidente Uribe lo habría acusado de terrorista y narcotraficante, aliado de la “FAR”. Su nombre habría salido en mil doscientos treinta y cuatro correos del computador de Raúl Reyes.
Si Jaime Garzón viviera hoy ya lo habrían matado los mismos que lo mataron hace diez años. Otros. O los mismos.
Esta mañana Monserrate amaneció tapado de nubes. A mediodía, en
Mientras caminaba contra esa lluvia boba, esquivando paraguas y parroquianos acelerados por los andenes de la séptima, sin una sola bandera amarillo y rojo en las ventanas, recordé que desde hace más de diez años, por esta época, se celebra el llamado Festival de Verano, un engendro para dilapidar los recursos públicos, sin afianzar la identidad de la ciudad ni desarrollar el sentido de pertenencia, que escasea en la mayor parte de los migrantes que llegaron a esta ciudad desde cualquier lugar del país.
El Festival de Verano es un engendro socio cultural, por muchas razones. Primero porque fue una idea promocional del canal City Tv, que se volvió oficial por la fuerza de su penetración en la ciudad. Segundo por su mismo nombre. Hablar de un festival de verano en una época en que soplan los vientos lluviosos sobre la ciudad y las noches son más heladas que nunca, es un despropósito semántico y climático. Muchas veces en mis labores de reportero o entrevistador, les pregunté a los directivos de cultura y turismo de la ciudad por qué seguían manteniendo ese absurdo nombre y me respondieron que no debía tomarse en forma literal, sino por lo que significa el verano en cuanto a sinónimo de alegría y vacaciones. Este año el absurdo llegó hasta crear un ambiente playero en el Simón Bolívar.
Los que llegaron a pensar en algún momento que Bogotá era un isla en este mar de la corrupción, las componendas, la politiquería y el tráfico de influencias, perdón, de notarías, que es el gobierno nacional, deben estar dándose contra las paredes.
Las sanciones tienen que ver con sobrecostos y con fallas protuberantes en los procesos de contratación que favorecen a terceros con millonarias sumas.
Según Abel Rodríguez, Secretario de Educación, la irregularidad se presentó en una falsificación de un avaluo que le presentaron, lo que llevó a pagar la cifra. Pero a renglón seguido se lanzó a presentar el hecho como una persecución en su contra y si la sanción se llega a oficializar es casi seguro que
Nunca antes, desde los tiempos de Caicedo Ferrer, se había visto una administración tan acosada por investigaciones y sanciones como esta. Sin olvidar el lío del personero con DMG. Al alcalde Samuel Moreno el tema de la transparencia administrativa poco le importa. Hace lo mismo que el presidente Uribe, en vez de sanear su gabinete, defiende con bravuconadas a los corruptos. Qué rápido se está gastando Samuel el respaldo que le dieron sus electores. Ojala le quede algo de firmeza, capacidad gerencial y honestidad o terminará dándole la razón a los gomelos fascistas de Facebook que le quieren revocar su mandato, porque no conciben que alguien del Polo esté en el poder.
Un fin de semana en Cali es suficiente para recordar que en este país los provincianos somos los rolos, que no sabemos lo que es un buen vividero y creemos que vivimos en la única ciudad que vale la pena en este país.
Nada de eso es cierto. Con solo tomar la autopista que va del Aeropuerto Bonilla Aragón al centro de la ciudad uno empieza a descubrir cosas que Bogotá nunca ha tenido. Una verdadera autopista, amplia, cruzada por puentes que nunca se embotellan, rematados por orejas y no por atajos ciegos y mal diseñados.
Llevaba como veinte años sin ir a Cali, pero me queda la absoluta seguridad de que fue así desde que se hizo ciudad, que fue bien hecha desde el principio y fue creciendo sin dañar su trazado inicial.
Cuando uno mira por la ventana del taxi ve que esas avenidas amplias están rodeadas de vegetación, de zonas aledañas para que uno camine y de ciclo rutas seguras y no de las porquerías que hay en Bogotá, como la de la carrera once.
Todo es amplio y tiene un lugar para el aire, porque en Cali hay muchos carros y buses y el MIO, pero SE RESPIRA, SE ESCUCHA. Es el mismo país, los mismos vallenatos llorones, el mismo reggaetton pornográfico, los mismos comentaristas deportivos prepotentes e histéricos, pero todo eso mismo sabe a algo diferente, porque se siente que hay una especie de idea de lo que es la vida, la vida simple la de tomarse un cholado en una esquina sin pensar que puede estar hecho con frutas pichas o rendido con agua sucia, la de mirar, la de comerse una buena carne en cualquier parte sin temor a que sea de perro, la de ir a un mercado de las pulgas sin tener que torear a drogadictos que se disfrazan de rastas, la de ir a cine de noche y dormir tranquilo.
Y eso que Cali sobrevivió a la guerra de los carteles, a una mano de alcaldes ineptos, y ahora se debate en el fuego cruzado de los lavaperros desquiciados. Con todo y eso, lo que le sobra es vida y ciudad y no como a nosotros los rolos que no tenemos ni vida ni ciudad, rodeados de paracos, pandilleros, barras bravas, basura y trancones.